“El motor silencioso que trabajó para que cada compañero encontrara su lugar.”
Uno puede empezar por la Física, o por la vida, que es una forma más desordenada y menos elegante de decir lo mismo.
Eduardo Miguel González, el profesor, el compañero, el que uno saluda en la calle y siente que ha ganado un poco el día, no hizo esa diferencia. Para él, el cosmos y el patio del secundario, la fórmula y la barricada, siempre fueron parte del mismo asunto: la búsqueda de la verdad y la justicia, con la misma disciplina y la misma fe.
Empezó, como todo se empieza, con la curiosidad limpia. El Instituto de Matemáticas, Astronomía y Física (IMAF), la UNC. Ahí donde los números son más que números, son el idioma secreto del universo. La Licenciatura en Física, la maestría, el doctorado en Valencia. La didáctica de la Física. El viaje, la vuelta. El currículum se infla, como un velero que regresa cargado de buen viento y conocimiento.
Pero Eduardo tenía una segunda materia, la que nunca figuró en un programa oficial: la sensibilidad social.
En el Manuel Belgrano, antes de que las ecuaciones lo atraparan, lo atrapó la fiebre de la militancia. Ahí, entre libros y asambleas estudiantiles, se fue cociendo la idea: que la ciencia no podía ser una torre de marfil, sino una herramienta de comprensión, y que el conocimiento, si no servía al pueblo, era apenas una nota a pie de página. Conoció la Izquierda Nacional y esa pertenencia, como una vieja cicatriz que no molesta pero recuerda, se volvió parte de su piel.
Volvió a la FAMAF. Fue profesor, de esos que dejan una huella imborrable, no solo por lo que enseñan, sino por cómo lo enseñan. Dirigió tesis, pensó en el Cambio Didáctico y en los Docentes Singulares. Se preguntó: ¿Por qué elegimos la Física? Y la respuesta, seguro, era una mezcla de la belleza de las leyes de Newton o las Ecuaciones de Maxwell y la pasión de un profesor que miraba más allá de la pizarra. Para él, educar era un acto de amor y de política, sin comillas. Era abrirle el mundo a cada estudiante.
Y mientras la tiza le blanqueaba los dedos, la política le ennegrecía los zapatos. Estuvo en el Cordobazo. Estuvo en los congresos que cambiaban el curso de los ríos universitarios. Fue de esa franja que sociólogos llaman de "nacionalización de las clases medias": la que entiende que el futuro no se escribe con pronombres posesivos, sino con el "nosotros". Pagó el precio, como muchos, con cesantías y silencios impuestos por la dictadura. Pero volvió. Siempre volvía.
El profesor se jubiló, sí. Pero el militante, no.
En el último tramo, el aula se hizo más grande. Ya no era solo una universidad; era la calle, el acuerdo difícil, el intento obstinado de armar algo vasto, algo que se llamase CAUSA POPULAR. Lo suyo era la hormiga, el motor, el incansable movilizador que buscaba que todos los compañeros, de distintas trayectorias, encontraran un sitio en el soñado gran Frente Nacional y Popular.
Nunca abandonó las viejas banderas de su juventud, esas que hablan de emancipación y de tareas inconclusas. Simplemente, las fue doblando con cuidado, a la medida de la realidad presente, para que no se arrugaran. Y en ese camino, encontró un nuevo faro: "Perspectivas desde el Sur", su programa de streaming, donde la historia, el análisis y la coyuntura se vuelven, de nuevo, un aula abierta. Éste es el último de sus legados.
El Dr. Eduardo González es, en esencia, la prueba de que la Física es una excusa hermosa para hablar de la vida. Que el universo tiene tantas leyes como la lucha social, y que uno puede ser riguroso con la ecuación y tierno con la gente.
Es el hombre que entendió que, si uno quiere cambiar el mundo, paralelamente debe comprender cómo funciona la partícula más pequeña. Y luego, salir a organizarse. Ahí está, Eduardo, doctor, político, con su ciencia a cuestas, su militancia intacta, y una pregunta abierta, urgente, esperando ser resuelta:
¿Y ahora, compañeros, por dónde seguimos?
Autor: Prof. Ing. Rubén Rocchietti